viernes, 23 de octubre de 2009

Cuestiones sobre la evaluación en procesos participativos

La evaluación, como la propia participación o la sostenibilidad o la igualdad de género (el listado es inmenso), son de esas “palabras-sortilegio” que los partidos utilizan por rachas para afianzar su hegemonía. No importa tanto lo que significan, o qué actuaciones concretas se quieren justificar con ellas. Por encima de eso importa que estén presentes en el discurso. Que se digan. O más aún, que no se olvide decirlas. Porque su función es mítica. Aparecen y confieren legitimidad. Con ellas parece que cualquier proyecto es mejor. Y eso, cuando los discursos se parecen tanto, cuando el debate político descansa más en la imagen que en las ideas, es algo muy importante.

Esto se comprueba al más mínimo análisis de las propuestas y actuaciones que se suelen promover amparadas en este tipo de términos. Normalmente no pasan de acciones anecdóticas, que en ningún caso merecen el lugar de privilegio que se les presta en el discurso. A veces, ni tan siquiera significan variaciones respecto a lo que se venía haciendo o propugnando con anterioridad a la aparición de tales engendros.

Pues volvemos con la evaluación. Hoy se utiliza como “palabra-sortilegio” en el diseño de las políticas públicas, habitualmente acompañada de la “transparencia”. No hay plan ni proyecto que no contemple la evaluación, con la opinión que ésta me suscita y que ya he adelantado.

Sin embargo la evaluación cuenta con toda una trayectoria de reflexión teórica, sobre todo en el ámbito de la educación. No es que la cosa mejore cuando la evaluación se practica en este campo. También se ha hecho de todo en su nombre: con ella se ha cuantificado, medido la “aptitud” de la gente, se ha determinado si se alcanzaron unos objetivos previos, se ha valorado si los objetivos eran los adecuados a otros fines más generales… El caso es que al menos ha logrado producir reflexiones útiles, o al menos de mayor interés que la literatura de la evaluación usada por las administraciones y los teóricos de la planificación.

Hace años que encontré un libro sobre evaluación, escrito desde el ámbito de la educación, por dos autores “constructivistas”. Creo que nunca fue editado en español, Fourth Generation Evaluation, de GUBA & LINCOLN (Sage, 1989). Aún no he encontrado un libro de los muchos que pretenden enseñar “cómo se hace un proyecto” que incorpore la evaluación vista con estas intuiciones tan claras y evidentes. Ni siquiera cuando se trata de incorporar la evaluación desde perspectivas participativas. Quiero reproducir lo que considero que son las principales aportaciones de este libro.

En primer lugar, habría que revisar el concepto mismo de evaluación:

• Una evaluación es una construcción. Los resultados de la evaluación no son descripciones de “cómo son las cosas”, o de “cómo funcionan”, o su “verdadero estado”. Representan construcciones significativas que agentes individuales o grupos de agentes crean para “darle sentido” a las situaciones en las que se encuentran. Sus descubrimientos no son, en última instancia, “hechos”, sino “creaciones” de un proceso interactivo que incluye al evaluador, así como a las muchas partes que la evaluación pone en riesgo de alguna manera.

• Toma forma con arreglo a los valores de quienes la construyen. Las construcciones con las cuales la gente le da sentido a las situaciones que viven en gran medida se configuran según los valores de quienes las construyen. Desde el momento en que las sociedades son plurales en valores, las preguntas “¿de quién son los valores que van a ser tenidos en cuenta?” y “¿cómo van a tener cabida las diferentes posiciones?” se vuelve primordial. Una metodología que se arrogue ser neutral probablemente será de poca utilidad en tales casos.

• Da sentido en un contexto. Estas construcciones están inseparablemente ligadas a los contextos físicos, psicológicos, sociales y culturales particulares en los cuales se forman y a los cuales tratan de dar sentido. Ninguna de ellas puede ser considerada “verdadera” en un sentido absoluto, ni siquiera una aproximación a la verdad.

• Tiene la capacidad de emancipar u oprimir. Las evaluaciones pueden configurarse tanto para emancipar como para oprimir a las partes implicadas de diversas maneras. No debe sorprender que las evaluaciones tiendan a revelar la ineficacia y la mala gestión de cualquier colectivo salvo la del cliente, o que se dé prioridad a los objetivos del cliente por encima de los de otras partes implicadas. Las diferentes partes implicadas pueden ser “empoderadas” o “desempoderadas” mediante la comunicación selectiva de los hallazgos de la evaluación. Si los clientes tienen la última palabra sobre si la información se hará pública, a quién, cuándo, y con qué medios, el proceso está claramente sesgado hacia el mantenimiento e incluso el aumento del poder de aquéllos que ya lo tienen, mientras se priva a los relativamente sin-poder incluso del poco que tienen.

• Su validez para la acción depende de su capacidad de establecer espacios de negociación. La evaluación debe tener una orientación a la acción que defina cursos que seguir, estimule a las partes implicadas a seguirlos, y genere y preserve el compromiso de las mismas a hacerlo. Los científicos “puros” parecen inclinados a delegar el seguimiento, el aspecto aplicado de la evaluación, a otros. Muy a menudo, el “producto” evaluación es una relación de recomendaciones que encaja únicamente con los propósitos del evaluador y el cliente, dedica poca atención a los intereses legítimos de otras partes implicadas, demuestra falta de preocupación por las cuestiones y temas planteados por otros grupos, y refleja sólo uno (el suyo) de los múltiples esquemas de valores inherentes a la situación. Si hay un curso de acción con el que la mayor parte de las partes implicadas pueden estar de acuerdo, a éste sólo puede llegarse a través de la negociación, que respete los distintos esquemas de valores y haga posible a los individuos encontrar una razón para apoyarlo. Si esa es la meta que conseguir, el evaluador debe desempeñar un papel mucho mayor que simplemente el de técnico recolector de información; en su lugar, debe ser quien orqueste el proceso de negociación, que en el análisis final es el meollo de la evaluación.

• Exige la participación paritaria en todos los niveles de la investigación. En tanto se trata de interactuar con personas, el respeto de la dignidad, la integridad y la privacidad debe ir más allá del respeto de los cánones habitualmente utilizados. Alcanza el nivel de la implicación plenamente participativa, en el que las partes implicadas son bienvenidas como interlocutores en plano de igualdad en cada aspecto del diseño, implementación, interpretación y acciones resultantes de la evaluación (relaciones sujeto-sujeto).

 A partir de aquí, GUBA & LINCOLN identifican lo que consideran problemas persistentes de la evaluación:

1. Tendencia a favorecer a los gestores
Aquí se entiende por gestores normalmente a los clientes o patrocinadores que encargan o financian una evaluación, así como el personal al mando a cuyo planteamiento el evaluador se adhiere respecto al establecimiento de parámetros y límites del estudio, y a quien informa. Esta relación entre gestores y evaluadores rara vez se desafía, aunque conlleva un buen número de consecuencias indeseables:

 El gestor, en la práctica, sale ileso. En tanto el gestor permanece fuera de la evaluación, sus cualidades y prácticas gerenciales no pueden ponerse en cuestión, ni puede ser obligado a rendir cuentas de lo que los evaluados producen o dejan de producir.

 La relación habitual entre gestor y evaluador es injusta y desempodera. El gestor tiene el poder último de decidir qué cuestiones debe indagar la evaluación, cómo van a recogerse las respuestas, cómo van a ser interpretadas, y a quién se van a difundir los hallazgos. Esto desempodera a las partes implicadas, que pueden tener otras preguntas que ser contestadas, otra forma de preguntarlas y otra interpretación que hacer de ellas. Como resultado de la evaluación, el gestor es elevado a una posición de gran poder.

 La relación habitual entre gestor y evaluador es opresora. Con frecuencia el gestor se reserva contractualmente el derecho a decidir si los hallazgos de la evaluación van a ser difundidos, y si lo son, a quién. Las partes implicadas que permanecen al margen de los hallazgos son, en la práctica, privados de la posibilidad de tomar cualquier acción que los hallazgos de la investigación pudieran haberles sugerido, incluyendo, en particular, la defensa de sus propios intereses. Al privárseles de la información se les niegan sus derechos.

 La relación habitual entre gestor y evaluador tiende a ser una relación cómoda. Hay ventajas obvias para que exista connivencia entre ambos. Por parte del gestor, una evaluación conducida de manera que quede indemne, a la vez que desempodere y oprima a posibles rivales es claramente preferible a una que le pida cuentas y haga posible a sus rivales asumir cierto poder. Por parte del evaluador, una evaluación realizada de modo que obtenga la aprobación del gestor propicia nuevos contratos y asegura una fuente de ingresos.

2. Fallo en la incorporación del pluralismo axiológico

La ciencia no es neutra, ni la metodología puede asegurar la objetividad, en tanto que los mismos “hechos” son determinados desde el sistema de valores del evaluador. La pregunta “de quién son los valores que dominan en una evaluación” o “cómo se negocian las diferencias de valores” se convierte en el principal problema.

3. Excesivo compromiso con un paradigma “científico” de investigación

 Descontextualización. Consiste en analizar al evaluado como si este no existiera en un contexto, sino únicamente bajo las fuerzas de las condiciones cuidadosamente controladas por el diseño de investigación aplicado. Estas condiciones se instituyen con la esperanza de que los factores locales irrelevantes pueden dejarse de lado, y obtener así resultados generalizables. Esta es una de las razones por las que las evaluaciones resultan irrelevantes a nivel local.

 Dependencia excesiva de la cuantificación. “Deriva instrumental”: los instrumentos, creados como operacionalizaciones de las variables científicas, tienden a cobrar vida propia y a convertirse en las propias variables. De ahí se derivan razonamientos del tipo “lo que no es medible no es real”.

 Poder de coerción de la verdad. La verdad es innegociable. Como evaluadores que utilizamos el método científico, aseguramos a nuestros clientes que la propia naturaleza nos ha suministrado los datos que nosotros presentamos. No cabe opinar ni denegar su validez. Como resultado, todo lo que se evalúa con una evaluación positivista (científico) queda certificado como “lo que debe hacerse”.

 Exclusión de otras formas de pensar sobre los evaluados

 Irresponsabilidad del evaluador. Libre de responsabilidad moral por sus acciones. Nadie puede ser acusado de decir la verdad. El evaluador no puede controlar cómo se utilizan los resultados de una evaluación, ni tiene responsabilidad sobre el seguimiento del programa. Su responsabilidad termina cuando entrega el informe.


En este punto cabría una reflexión dentro de los procesos participativos: ¿Para qué evaluamos? Un problema que tenemos los técnicos de este tipo de procesos es que siempre que hablamos de evaluar, lo hacemos en términos de validar nuestros objetivos: el proceso es finalista. Utilizamos la evaluación de forma unidireccional, o lo que es lo mismo, utilizamos la evaluación como validación o legitimación de unos pocos (aunque seamos nosotros). Los objetivos (nuestros), el proceso (¿nuestro?), no son cuestionables, siempre falla la gente o las condiciones... En este sentido la evaluación tiende a justificar el propio proceso. Esto contradice los principios que estamos difundiendo, por ejemplo, desde los presupuestos participativos.

Lo que se impone, en estos casos, es tomar opción: la evaluación tiene que ser coherente con estos principios, por lo que se necesita abrir el camino a evaluaciones participativas. Algunos apuntes para esta reflexión :

  • Existen unos principios de actuación a favor de la construcción colectiva de proyectos sociales autónomos 
  • Se asumen diferentes realidades y se potencian diferentes juicios
  • No sólo el comportamiento de las variables (“apto o no apto”); ni los objetivos de la acción (“¿se está haciendo lo correcto para llegar a donde queremos que se llegue?”). Las participaciones también son problemáticas (“¿Estoy/estamos siendo manipulados?” “¿Me involucro? ¿Y cómo?”).
  • Favorecer que todas las partes puedan (quieran, sepan) elaborar y valorar las categorías que les sean significativas en su toma de decisiones respecto del proceso
  • Construcción colectiva (información nuestra)
  • Cuantificación, cualificación, intuición… Cada grupo debe validar de una forma. …Y decisión.
  • El diseño se hace desde los sujetos en todo el proceso. Relaciones sujeto – sujeto.
  • Asimetría táctica/Simetría estratégica.

martes, 22 de septiembre de 2009

El tendedero de los deseos


Desde que Javi Encina y demás amigos de UNILCO Sevilla (http://www.unilco.org.es/) se sacaron eso del “tendedero de los deseos” para trabajar la participación en el PGOU y el Plan Estratégico de Palomares del Río, parece que se ha vuelto obligatorio sacar el tendedero a la calle en todos los procesos participativos que se precien. Ole por los que inventan y de bien nacidos es ser agradecidos. Y ole también por los que utilizan lo que les sirve y reinventan las técnicas que se encuentran por ahí para trabajar a la medida de la gente. Si por el contrario, la historia se convierte en replicar técnicas hechas en otros procesos sin ton ni son pues…

La idea del tendedero es sencilla pero no simple. Está bien enfocada, siguiendo los cánones de la guerrilla de la comunicación (BLISSET, L. y BRÜNZELS, S. Grupo Autónomo A.F.R.I.K.A., Virus editorial, 2000) y el compromiso con las culturas populares, marca de la casa: trabajar temas de manera colectiva, reclamando la calle como lugar político (vamos, de discusión de lo que nos importa a todos) y sin aspavientos, porque no estamos realmente haciendo nada del otro mundo, que nos haga diferentes o “mejores que nadie”.

Ahí se planta el tendedero, en la calle, nos echamos unas risas, todo el mundo se atreve a decir lo que quiere y a opinar de lo que otros dicen, y nos apropiamos de lo público de una forma en que sabemos hacerlo todos.

Osados por necesidad (o por ignorancia…), nos metimos a hacer nosotros también el tendedero en el proceso de presupuestos participativos de Alameda, El Rebate. La ocasión: el Ayuntamiento pidió que las propias vecinas y vecinos que habían decidido hacer un parque en La Cañada, decidieran también cómo querían su parque.

Una vez que te pones a hacer la técnica es cuando te planteas de verdad si la conoces a fondo, si es adecuada para lo que te propones, o cómo puedes adaptarla. Pues, como ya digo, la cosa es sencilla, pero no simple. Quiero contar aquí algunas cosas de la técnica a partir de cómo nos fue, e intentar plantear el debate con otras personas que la hayan padecido, la hayan puesto en marcha en otros lugares, o se quieran atrever.

Como nos contaron de “El Palomo”, en el desarrollo de la técnica se iba colgando “ropa nueva” con cada propuesta, o asociando ideas (acercando las prendas tendidas, colgando unas prendas de otras…). También se daba la posibilidad de que cada persona pudiera ir añadiendo palillos a las ideas que compartían.

El primer aprendizaje es que el tendedero no es una técnica de recuento de opiniones individuales (como una votación). El tendedero favorece la expresión de opiniones individuales, pero de cara a fomentar la discusión y construcción de opiniones colectivas.

Uno de los resultados de la técnica es una serie de datos de propuestas y número de apoyos individuales a cada propuesta. Es algo aparentemente fácil de interpretar y, por eso, invita a la confusión. Y es que un análisis cuantitativo a posteriori de apoyos individuales a determinadas propuestas no es definitivo, ni siquiera completamente válido. Pensemos que el hecho de poner un palillo es un acto multidimensional, que no significa lo mismo para todas las personas: hay personas exhaustivas (que ponen palillos en cada propuesta que comparten), las hay tímidas (que les cuesta ocupar su espacio y ponen su palillo condicionadas), las hay prácticas (que se pronuncian únicamente sobre lo que creen más importante)…

A la vez, una o varias propuestas pueden (y deben) provocar reflexiones colectivas, que después no siempre generan como reacción una avalancha de apoyos individuales a la propuesta resultante. Los temas también “se agotan” una vez se saturan las opiniones, esto es, cuando ocurre una avalancha de opiniones en el mismo sentido (“para qué voy a insistir en mostrar que estoy de acuerdo si todos parecemos pensar lo mismo y ya ha quedado claro”). A veces es reiterativo.

De aquí extraemos un aprendizaje práctico respecto del lugar donde pensamos que se debe desarrollar el tendedero: debe ser un sitio y horario “de paso”. En nuestro caso comenzamos en la calle pero en el marco de una reunión (por convocatoria). La siguiente vez no hubo convocatoria, pero se desarrolló en un tramo final de una calle de viviendas, sólo al paso de las idas y llegadas de los vecinos que residían allí. Al final concluimos sin convocatoria y en el camino de buena parte del barrio hacia el supermercado. Sin renegar de la utilidad de comenzar la técnica con el debate en una reunión (que no se centraba en el tema del tendedero y sirvió de demostración para gente que luego se incorporó a hacer el tendedero en otros lugares), qué duda cabe de que esta última localización es la que más nos satisfizo: menos sensación de encerrona entre la gente “asaltada”, opiniones menos viciadas (diversidad de participantes), la urgencia movía a focalizar la atención sobre lo que se consideraba más importante….

Otra razón para no basarse únicamente en cuantificar opiniones y apoyos nos sobrevino cuando nos sentimos incapaces de evaluar el impacto de una nueva idea realizada al final del taller, cuando poca gente pudo debatirla. El tendedero, como toda técnica grupal, se desarrolla en un tiempo limitado y hay cosas que se escapan. Sin embargo, lo que se nos evidenciaba era que los números nos hacen sentir que controlamos toda la información, que tenemos la información completa, cuando no es así. No somos capaces de hacer una técnica capaz de producir toda la información relevante para lo que estamos tratando. No sin excluir a mucha gente. No sin pretender hacer el futuro a la medida de nuestro presente. Claro está. El tendedero no puede excluir nuevos decires.

En definitiva, creo que lo correcto es que las propuestas tienen que ser analizadas a posteriori relativizando el número concreto de apoyos, y en el contexto de cómo han ido las discusiones.

Algo que nos sirvió fue hacer memoria del orden aproximado de aparición de las propuestas en los distintos lugares, así como del desarrollo de los debates. En este sentido fue muy útil agrupar las propuestas por temas. Esto siempre tiene el riesgo de que estás reinterpretando lo que la gente ha dicho. Pero hay que tener claro que lo que pretendemos es complementar diferentes tratamientos de la información, no hacer tratamientos excluyentes de la información. Todo puede aportar un aspecto interesante para el análisis. Una vez identificados ciertos temas, también nos sirvió analizar el grado de atención que despertaron los temas identificados. La agrupación por temas también nos sirvió para ponderar el grado de apoyo a una propuesta concreta, puesto que pocos apoyos unánimes a una propuesta poco debatida puede ser significativamente más relévate que muchos apoyos a una propuesta muy discutida (comparación de cocientes del total apoyos que recibía una propuesta concreta entre el total de opiniones diferentes suscitadas respecto a un tema).

Como conclusión, lo comentado refuerza dos características que suelen compartir todas las técnicas utilizadas en procesos participativos:
  • Primero, que las técnicas hay que prepararlas, organizarlas y trabajarlas en grupo. Sólo así se puede trabajar con la gente (no es colgar el tendedero y luego recoger la ropa), pero además estar atentos a los comentarios, debates y diferentes situaciones que se suscitan, matices que no siempre terminan quedando plasmados en las propuestas.
  • Segundo, que la información no es autoevidente, es decir, que los resultados de la técnica tienen que ser debatidos, sistematizados y devueltos a la gente. En primer lugar, porque es la gente la que puede validar cualquier sistematización, y en segundo lugar…., para que sus verdaderos dueños puedan traducirlos en nuevas prácticas.

lunes, 29 de junio de 2009

Jóvenes, institución y participación (I)

A estas alturas, hablando de participación y jóvenes, es necesario huir de todas las versiones que nos presentan a los jóvenes como un grupo homogéneo. Ni hablamos de un grupo de edad, ni de la nueva clase ociosa funcional a los intereses del capitalismo avanzado.

Y no es porque estos diagnósticos no nos ofrezcan argumentos útiles para pronosticar determinados tipos de comportamientos. Sino porque el trabajo participativo se orienta a crear nuevas realidades, y no a reforzar las realidades existentes, tantas veces forjadas a su medida por los poderosos. Esto es, se trata de permitirnos reinventar el mundo, más allá de las inercias que hacen que el comportamiento de las personas y los grupos sea "predecible".

Huimos de todo estereotipo, empezando por el de "joven". Aún así, en el trabajo de dinamización nos vemos obligados a "trabajar con jóvenes", y a asumir que sí se dan determinadas particularidades. Berger y Luckmann apuntan una sugerente: el encuentro con las instituciones.

El otro día leía en su libro "La construcción social de la realidad", su descripción de los procesos que intervienen en el nacimiento de las instituciones y el papel que desempeña "la gente nueva" en su consolidación. Utilizan la imagen de una sociedad incipiente, compuesta sólo por dos personas, al estilo de la isla de Robinson:

“Mientras las instituciones nacientes se construyen y subsisten sólo en la interacción entre dos personas [A y B], su objetividad se mantiene tenue, fácilmente cambiable, casi caprichosa, aun cuando alcancen cierto grado de objetividad por el mero hecho de su formación. Dicho de otra manera, el trasfondo de rutina de la actividad de A y B sigue siendo más o menos accesible a la intervención deliberada de los dos. Aunque las rutinas, una vez establecidas, comportan una tendencia a persistir, siempre existe en la conciencia la posibilidad de cambiarlas o abolirlas. A y B son los únicos responsables de haber construido este mundo; también ellos siguen siendo capaces de cambiarlo o abolirlo. Más aún: puesto que ellos son quienes han plasmado ese mundo en el curso de una biografía compartida que pueden recordar, el mundo así plasmado les resulta transparente; comprenden el mundo que ellos mismos han construido. Pero todo esto se altera en el proceso de transmisión a la nueva generación. La objetividad del mundo institucional “se espesa” y “se endurece”, no sólo para los hijos, sino (por efecto relejo) también para los padres. El “Ya volvemos a empezar” se transforma en “Así se hacen las cosas”. Un mundo visto de ese modo logra firmeza en la conciencia; se vuelve real de una manera aún más masiva y ya no puede cambiarse tan fácilmente. Para los hijos, especialmente en la primera fase de su socialización, se convierte en el mundo; para los padres, pierde su carácter caprichoso y se vuelve “serio”. Para los hijos, el mundo que les han transmitido sus padres no resulta transparente del todo; puesto que no participaron en su formación, se les aparece como una realidad dada que, al igual que la naturaleza, es opaca al menos en algunas partes.”

Leyendo lo anterior, no hacía sino reafirmarme en lo que pienso que es el principal reto en eso de fomentar la participación de los jóvenes: ¡que no se los coman la instituciones! ¡Que sean capaces de contestar a la normalización impuesta por el consumo masivo, al desprecio de los gestos desinteresados impuesto por el mercado, a la falsa seguridad impuesta por las normas y la enfermiza búsqueda de la estabilidad, a la incomunicación impuesta por la velocidad y la conectividad superficial, a la soledad y el vacío impuestos por el hedonismo! ¡Que no les vivan la vida tantos y tantos rituales con los que tragamos sin pararnos a pensarlos siquiera! Trabajar con jóvenes tiene ese punto de potenciar lo que sale de cada cual, individual y colectivamente, antes que conformarlos a lo que tantos intereses quieren hacer de ellos sin piedad. Y empezar a construir desde ahí.

Sin embargo, la experiencia (como el proceso de presupuestos participativos y dinamización juvenil que vivimos en Alameda, "El Rebate"), te ofrece otras reflexiones que son de sensatez. Básicamente, que hay que trabajar con lo que hay.

No nos equivocaremos diciendo que en lo que llamamos juventud coincide un momento crítico en el asentamiento de nuestra identidad. Todos hemos buscado, necesitado, afirmarnos. Y utilizamos dos estrategias contradictorias. Una es lo que se podría llamar una socialización positiva. Nos socializamos buscando asemejarnos a la norma, no destacar. El consumo es la vía privilegiada de acceso al mundo dado. Nos comemos el mundo a base de consumir lo que hay, de forma masiva. Como jóvenes recibimos el fogonazo de un mundo espectacular, y quedamos deslumbrados.

La otra estrategia se podría llamar socialización negativa, o distinción. Nos socializamos buscando nuestro hueco, diferenciándonos de todo lo demás, frente a lo que hay. Elegimos ese matiz, ese rincón de la realidad que hemos conocido que conecta con nuestra forma de ser. Y lo magnificamos, convirtiéndolo en el eje de nuestra vida.

¿Qué nos encontramos entonces a la hora de trabajar la participación con jóvenes? Muchas personas y ambientes diferentes, una diversidad riquísima. Pero también la búsqueda de seguridades, el gregarismo, la fascinación por el espectáculo...

Trabajar la participación con jóvenes no se consigue rompiendo con sus participaciones cotidianas, sino conectando el trabajo de dinamización con los diversos ambientes, intereses y percepciones de los propios jóvenes. Y éstos están imbricados en las instituciones.

Si hiciéramos el ejercicio que nos propone Max-Neef en "El desarrollo a escala humana", podríamos jugar a distinguir lo que necesitamos ("necesidades", como por ejemplo sentirnos aceptados), de todas las cosas y formas concretas que utilizamos para satisfacer esas necesidades ("satisfactores", como por ejemplo comprar el mismo tipo de ropa que mis amigos). En este juego iríamos viendo muchas de esas instituciones, de esas costumbres que nos hemos creado nosotros mismos, pero que seguimos, a veces a nuestro pesar, para convivir en el mundo con normalidad.

Participar es un acto de ruptura, creativo: "aquí estoy, aquí estamos, el mundo no puede ser el mismo que sin nosotros". Pero no sería justo condicionar el trabajo con los jóvenes a exigirles abandonar de golpe un mundo que como animadores despreciamos desde fuera como ilógico o imaginario. Más aún cuendo es el mundo en el que los adultos también nos hemos criado, y el que, sinceramente, apenas logramos abandonar.

¿Qué opción nos queda? Nos queda la humildad de involucrarnos en pequeños cambios en la vida cotidiana, pero que apuntan al núcleo mismo de la institucionalización: saber que podemos cambiar las cosas, que podemos colaborar en la construcción del mundo que queremos. Sabemos por dónde empezamos, pero nunca hasta dónde podemos llegar. Y en esto, el trabajo con jóvenes, desde la cercanía a la frescura del descubrimiento del mundo, es ciertamente gratificante.