miércoles, 7 de junio de 2017

La Pedagogía de la Y



Ya hace muchos años me hizo mucho bien leer el siguiente texto. Es de mi querido José Luis Martín Descalzo, y está publicado en ese "bestseller" de la literatura religiosa que fue Razones para la esperanza.
Hoy lo leo con ternura, pero como una reflexión más que pertinente. En este momento cada vez más maniqueo, ganan protagonismo las opiniones simplistas, infantiles, que pretenden explicar el mundo integrado por "buenos" y "malos". 
El problema es siempre el mismo: quienes tienen poder condenan a los demás a elegir, a consumirse en falsos dilemas, entre opciones tantas veces imposibles; mientras se reservan a sí mismos, en exclusiva, la posibilidad de interpretar, de mantenerse en la duda, de integrar las contradicciones. Aquello tan fariseo que condenaba Jesús, de cargar a los demás con pesadas cargas que tú no tocas ni con el dedo. 
Pues eso. 

La pedagogía de la Y 
Siempre me ha maravillado la predilección que los españoles tenemos por la letra O. Me refiero, claro está, a la O disyuntiva, que nos obliga siempre a quedarnos con esto o con aquello, a encasillarnos aquí o allá. Un español que se precie tiene que elegir entre Joselito o Belmonte, optar entre el fútbol o los toros, sentir predilección por las derechas o por las izquierdas, gozar del verano o del invierno, preferir la carne o el pescado. ¿Y no podría uno elegir como norma de su vida la Y griega y apostar a la vez por Joselito y Belmonte, por el fútbol y los toros, por el otoño y la primavera, por un poco de las izquierdas y otro poco de las derechas o por ninguna de las dos, por un plato de pescado seguido por otro de carne o, tal vez, por un plato de huevos? Parece que no, que un buen español tiene que practicar a diario el disyuntivismo, el separatismo espiritual, o esa intransigencia, que alguien llegaría a llamar la «santa intransigencia», sintetizando así aquellos versitos que se cantan en una zarzuela (también, naturalmente, española:


El pensamiento libre
proclamo en alta voz,
y muera quien no piense
igual que pienso yo. 

Sucede que a mí -que en este punto debo de ser muy poco patriota -me encanta esa Y griega. Y lo más gracioso es que esa predilección me viene de mis estudios de la teología católica, que dicen que es tan dogmatizadora.
Recuerdo que cuando estudié mis cursos teológicos me llamó muchísimo la atención la tendencia de nuestros dogmas a salvar muchos dilemas saltando por encima de ellos y montándose en la síntesis. Te preguntaban, por ejemplo, sí Dios era uno o trino, si Cristo era Dios u hombre, si María fue virgen o madre, si los hombres se salvaban por su mérito propio o por pura gracia de Dios, y la lógica te respondía que tenías, en todos esos casos, que elegir una parte de cada uno de esos dilemas, ya que si fuese uno no podría ser trino, siendo virgen no podría ser madre, la naturaleza de Dios era distinta de la del hombre y el mérito era, diferente de la pura gracia. Pero luego venía la Revelación, que iba más allá que la lógica humana, y te explicaba que no había que elegir entre esos dilemas y que Dios podía ser uno y trino; María, virgen y madre a la vez; Cristo, Dios y hombre, y que la salvación venía del mérito y de la gracia a la vez y simultáneamente.
Este modo de plantear y discurrir me gustó. Porque yo había descubierto ya que, si bien hay cosas que son metafísicamente incasables, hay muchas otras que suponemos precipitadamente que son contradictorias, pero que son objetivamente compatibles y combinables.
A mí, por ejemplo, me había hecho sufrir mucho un letrero que -desde los tiempos de las guerras carlistas- había sobre el dintel de una casa de mi pueblo de niño. Decía allí. «Viva la ley de Cristo y muera la libertad.» Yo no entendía. ¿Por qué habrían de hacerme elegir entre la ley de Cristo y la libertad? A mí me enamoraban las dos. Y me parecía que la ley de Cristo era la mejor de todas las libertades y no podía oponerse a ninguna verdadera libertad.
Tampoco me había convencido nunca ese argumento de que, como dos y dos son cuatro y nunca tres y media, quienes «poseemos la verdad» debíamos ser intolerantes. En primer lugar, porque yo nunca me sentí poseedor de la verdad y sólo aspiro con todas mis fuerzas a ser poseído por ella. Y en segundo, porque, aunque es cierto que dos y dos nunca serán tres y media, también lo es que cuatro es el resultado de la suma de dos y dos, pero también de la suma de tres y una, de dos y media y una y media, de dos más una y una, y de cien mil operaciones que me demostraban que, aunque la verdad es una, se puede llegar a ella por cientos de caminos diferentes.
Por eso me ha gustado siempre más sumar que dividir, superar que elegir, compartir que encasillar. Cuando alguien me decía que había que trabajar con las manos y no con las rodillas, yo me preguntaba. ¿Y por qué no con las manos y con las rodillas? Cuando me pedían que optara entre el orden y la justicia, yo aseguraba que ni el uno existe sin la otra ni la segunda se consigue y mantiene sin el primero.
Cuando me preguntaban si yo prefería ser cristiano o ser moderno, gritaba que ambas tareas me enamoraban y que no estaba dispuesto a renunciar a ninguna de ellas.
Tal vez por eso tenía yo tanto cariño a Santa Teresa, que, en un siglo aún más divisor que el nuestro, supo ser partidaria de la oración y de la acción, de la interioridad y la extraversión, de la ascética y del humanismo, de la libertad y de la obediencia, del amor a Dios y el amor al mundo, de la crítica a los errores eclesiásticos y de la pasión por las cosas de la Iglesia. Sí; los hombres y los santos de la Y siempre me han entusiasmado.
Aún no puedo menos de reírme cuando me acuerdo de aquel profesor que yo tuve en mi seminario y que abominaba de todos los inventos modernos en nombre de su fe. Todos iban contra algún dogma. Tal vez por eso se murió sin dejar que le pusieran una sola inyección, ya que defendía que «si Dios hubiera querido que nos las pusiéramos, habría puesto el agujerito». Y como, afortunadamente, además de carca era simpático, añadía -y ustedes perdonarán el mal chiste- «que para lo que hizo falta ya lo puso». 

Cuaderno de Apuntes, columna dominical del ABC de Madrid, 3 de octubre de 1982.