lunes, 29 de junio de 2009

Jóvenes, institución y participación (I)

A estas alturas, hablando de participación y jóvenes, es necesario huir de todas las versiones que nos presentan a los jóvenes como un grupo homogéneo. Ni hablamos de un grupo de edad, ni de la nueva clase ociosa funcional a los intereses del capitalismo avanzado.

Y no es porque estos diagnósticos no nos ofrezcan argumentos útiles para pronosticar determinados tipos de comportamientos. Sino porque el trabajo participativo se orienta a crear nuevas realidades, y no a reforzar las realidades existentes, tantas veces forjadas a su medida por los poderosos. Esto es, se trata de permitirnos reinventar el mundo, más allá de las inercias que hacen que el comportamiento de las personas y los grupos sea "predecible".

Huimos de todo estereotipo, empezando por el de "joven". Aún así, en el trabajo de dinamización nos vemos obligados a "trabajar con jóvenes", y a asumir que sí se dan determinadas particularidades. Berger y Luckmann apuntan una sugerente: el encuentro con las instituciones.

El otro día leía en su libro "La construcción social de la realidad", su descripción de los procesos que intervienen en el nacimiento de las instituciones y el papel que desempeña "la gente nueva" en su consolidación. Utilizan la imagen de una sociedad incipiente, compuesta sólo por dos personas, al estilo de la isla de Robinson:

“Mientras las instituciones nacientes se construyen y subsisten sólo en la interacción entre dos personas [A y B], su objetividad se mantiene tenue, fácilmente cambiable, casi caprichosa, aun cuando alcancen cierto grado de objetividad por el mero hecho de su formación. Dicho de otra manera, el trasfondo de rutina de la actividad de A y B sigue siendo más o menos accesible a la intervención deliberada de los dos. Aunque las rutinas, una vez establecidas, comportan una tendencia a persistir, siempre existe en la conciencia la posibilidad de cambiarlas o abolirlas. A y B son los únicos responsables de haber construido este mundo; también ellos siguen siendo capaces de cambiarlo o abolirlo. Más aún: puesto que ellos son quienes han plasmado ese mundo en el curso de una biografía compartida que pueden recordar, el mundo así plasmado les resulta transparente; comprenden el mundo que ellos mismos han construido. Pero todo esto se altera en el proceso de transmisión a la nueva generación. La objetividad del mundo institucional “se espesa” y “se endurece”, no sólo para los hijos, sino (por efecto relejo) también para los padres. El “Ya volvemos a empezar” se transforma en “Así se hacen las cosas”. Un mundo visto de ese modo logra firmeza en la conciencia; se vuelve real de una manera aún más masiva y ya no puede cambiarse tan fácilmente. Para los hijos, especialmente en la primera fase de su socialización, se convierte en el mundo; para los padres, pierde su carácter caprichoso y se vuelve “serio”. Para los hijos, el mundo que les han transmitido sus padres no resulta transparente del todo; puesto que no participaron en su formación, se les aparece como una realidad dada que, al igual que la naturaleza, es opaca al menos en algunas partes.”

Leyendo lo anterior, no hacía sino reafirmarme en lo que pienso que es el principal reto en eso de fomentar la participación de los jóvenes: ¡que no se los coman la instituciones! ¡Que sean capaces de contestar a la normalización impuesta por el consumo masivo, al desprecio de los gestos desinteresados impuesto por el mercado, a la falsa seguridad impuesta por las normas y la enfermiza búsqueda de la estabilidad, a la incomunicación impuesta por la velocidad y la conectividad superficial, a la soledad y el vacío impuestos por el hedonismo! ¡Que no les vivan la vida tantos y tantos rituales con los que tragamos sin pararnos a pensarlos siquiera! Trabajar con jóvenes tiene ese punto de potenciar lo que sale de cada cual, individual y colectivamente, antes que conformarlos a lo que tantos intereses quieren hacer de ellos sin piedad. Y empezar a construir desde ahí.

Sin embargo, la experiencia (como el proceso de presupuestos participativos y dinamización juvenil que vivimos en Alameda, "El Rebate"), te ofrece otras reflexiones que son de sensatez. Básicamente, que hay que trabajar con lo que hay.

No nos equivocaremos diciendo que en lo que llamamos juventud coincide un momento crítico en el asentamiento de nuestra identidad. Todos hemos buscado, necesitado, afirmarnos. Y utilizamos dos estrategias contradictorias. Una es lo que se podría llamar una socialización positiva. Nos socializamos buscando asemejarnos a la norma, no destacar. El consumo es la vía privilegiada de acceso al mundo dado. Nos comemos el mundo a base de consumir lo que hay, de forma masiva. Como jóvenes recibimos el fogonazo de un mundo espectacular, y quedamos deslumbrados.

La otra estrategia se podría llamar socialización negativa, o distinción. Nos socializamos buscando nuestro hueco, diferenciándonos de todo lo demás, frente a lo que hay. Elegimos ese matiz, ese rincón de la realidad que hemos conocido que conecta con nuestra forma de ser. Y lo magnificamos, convirtiéndolo en el eje de nuestra vida.

¿Qué nos encontramos entonces a la hora de trabajar la participación con jóvenes? Muchas personas y ambientes diferentes, una diversidad riquísima. Pero también la búsqueda de seguridades, el gregarismo, la fascinación por el espectáculo...

Trabajar la participación con jóvenes no se consigue rompiendo con sus participaciones cotidianas, sino conectando el trabajo de dinamización con los diversos ambientes, intereses y percepciones de los propios jóvenes. Y éstos están imbricados en las instituciones.

Si hiciéramos el ejercicio que nos propone Max-Neef en "El desarrollo a escala humana", podríamos jugar a distinguir lo que necesitamos ("necesidades", como por ejemplo sentirnos aceptados), de todas las cosas y formas concretas que utilizamos para satisfacer esas necesidades ("satisfactores", como por ejemplo comprar el mismo tipo de ropa que mis amigos). En este juego iríamos viendo muchas de esas instituciones, de esas costumbres que nos hemos creado nosotros mismos, pero que seguimos, a veces a nuestro pesar, para convivir en el mundo con normalidad.

Participar es un acto de ruptura, creativo: "aquí estoy, aquí estamos, el mundo no puede ser el mismo que sin nosotros". Pero no sería justo condicionar el trabajo con los jóvenes a exigirles abandonar de golpe un mundo que como animadores despreciamos desde fuera como ilógico o imaginario. Más aún cuendo es el mundo en el que los adultos también nos hemos criado, y el que, sinceramente, apenas logramos abandonar.

¿Qué opción nos queda? Nos queda la humildad de involucrarnos en pequeños cambios en la vida cotidiana, pero que apuntan al núcleo mismo de la institucionalización: saber que podemos cambiar las cosas, que podemos colaborar en la construcción del mundo que queremos. Sabemos por dónde empezamos, pero nunca hasta dónde podemos llegar. Y en esto, el trabajo con jóvenes, desde la cercanía a la frescura del descubrimiento del mundo, es ciertamente gratificante.